La sospecha de que la princesa Amalia de Orange, hija de los reyes Guillermo y Máxima de Países Bajos, está en la diana del crimen organizado, ha llevado al Gobierno a reducir drásticamente sus movimientos, hasta casi confinarla en su domicilio. Sale para ir a la universidad, en Ámsterdam, y después regresa al palacio Huis ten Bosch, la residencia oficial de la familia real, en La Haya. Así lo contaron sus padres la semana pasada durante una visita oficial a Suecia.
La policía y el Ejecutivo holandés guardan silencio, mientras que expertos en seguridad y terrorismo dan credibilidad a la amenaza y ven “altamente probable” que el desafío provenga de grupos criminales ligados al narcotráfico. Es un salto cualitativo sin precedentes en un país en el que los criminales han pasado de ajustar cuentas entre sus miembros o rivales a desafiar a la democracia. El primer ministro, Mark Rutte, que suele ir al trabajo en bicicleta, también ha tenido que aceptar mayor protección por amenazas a su vida, revela Isabel Ferrer en EL PAÍS.
“Este tipo de amenazas se consideraban prácticamente imposibles hace unos años”, afirma al teléfono el sociólogo Paul Schnabel, en referencia a la situación de la princesa Amalia. La heredera al trono estudia un grado de Políticas, Psicología, Derecho y Economía, y Rutte ha asegurado que “se está haciendo todo lo posible para resolver el problema con rapidez”. “Aunque no puedo garantizar los tiempos”, ha advertido.
No es excepcional que servidores públicos reciban alguna amenaza por su función o gestión, pero en este caso “falta el elemento ideológico o un claro objetivo político”, señala Jelle van Buuren, experto en seguridad de la Universidad de Leiden. “Cuando el objetivo ya no es el dinero, sino el Estado, sus símbolos e instituciones, puede considerarse una forma de terrorismo”, sostiene. El refuerzo de la seguridad a los representantes del Estado se empezó a notar en septiembre, cuando el diario De Telegraaf publicó que “se hacía referencia al primer ministro y a la princesa en mensajes encriptados del crimen organizado sobre un supuesto ataque o un secuestro”.
Erwin Bakker, catedrático de Estudios sobre el Terrorismo en la misma universidad holandesa, comparte la opinión de su colega. Le parece, además, que intimidar de este modo a la futura jefa del Estado y al primer ministro supone “entrar en una nueva realidad que pone a Países Bajos a la altura de otros Estados” amenazados. “Tal vez nos sintamos lejos de lugares como México o Italia, donde hemos visto crímenes de mafias, pero es una forma de negación de la realidad. El Gobierno se ha dado cuenta de que el crimen organizado atenta contra el orden legal, y de que debe invertir más en seguridad”.
Ambos expertos ven en la muerte a tiros del reportero de investigación Peter R. de Vries, en julio de 2021, en el centro de Ámsterdam, un punto de inflexión. Fueron detenidos dos autores materiales del ataque, pero todavía no hay sentencia porque se investiga a tres sospechosos más. El asalto mortal fue filmado por los delincuentes, y Bakker recuerda que el fiscal ha subrayado que “puede hablarse de intención terrorista”. Ello “obliga a reevaluar la definición misma de terrorismo, porque asistimos a una amenaza contra la democracia y el imperio de la ley”. Es la primera vez que se califica de acto terrorista un crimen de esta clase. La Fiscalía considera que “el asesinato fue perpetrado para asustar a la población”.
De Vries, de 64 años, era el confidente del testigo de cargo en el caso Marengo, un proceso contra presuntos miembros de la denominada Mocro Mafia, dedicada al tráfico de drogas. Formada por varias bandas, sus integrantes son holandeses, también de origen turco y marroquí (de ahí el término Mocro), antillano, de Surinam, y albanés. Operan sobre todo en los puertos de Amberes, en Bélgica, y en Ámsterdam, aunque su red de contactos es internacional. Uno de sus principales cabecillas es Ridouan Taghi, encerrado en una cárcel de máxima seguridad en el sur de Países Bajos. En 2019 hubo otro crimen relacionado con este entorno que sacudió a la sociedad holandesa: el asesinato del abogado Derk Wiersum, de 44 años, que defendía al mismo testigo que le contaba confidencias a De Vries. Dos años después mataron al reportero. / Más en EL PAÍS
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