Los rentables negocios del empresario Carlos Gill Ramírez en Bolivia no bastaron para dejar en la calle a decenas de trabajadores del diario La Razón

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Tener tres nacionalidades puede resultar útil para el que aspira a camaleón. Carlos Gill Ramírez nació en Paraguay en 1956, creció en tamaño y fortuna en Venezuela y como muchos magnates de Caracas, prefirió mudarse a Europa, en su caso, a Madrid, España, donde ahora reside, pasaporte de la Unión Europea en mano. Su esposa Josefina Gómez Sigala frecuenta Venezuela por pedestres razones. Ayuda como asesora de prensa a Juan Guaidó, el diputado electo en 2015 en el Estado Vargas, que saltó a la palestra internacional como eventual figura de reemplazo del chavista Nicolás Maduro. Sus compañeros de bancada lo propusieron como Presidente encargado, aduciendo algo que nunca fue verdad: que la jefatura de Estado en Venezuela había quedado vacante. A pesar de ello, 50 países lo reconocen como primer mandatario de su país.

Las conexiones entre los Gill-Gómez y la oposición a Maduro son sólidas, pero eso no siempre fue así. En 1998, “El Nacional” de Caracas, diario en el que Carlos Gill tiene algunas acciones minoritarias, se adhirió precozmente a la campaña de Hugo Chávez, recién salido de la cárcel y fuertemente beneficiado por la crisis económica y política del país petrolero, reveló Eju, según Seguros y Banca.

Desde entonces los Gill fueron rojo rojitos. No sé si ellos u otros inspiraron el término “boli-burguesía”, palabra usada para describir al puñado de hombres de negocios que aceptó aplaudir la era socialista timoneada por el PSUV. El prefijo “boli” viene, obviamente, de bolivariano y PSUV es Partido Socialista Unido de Venezuela, la entidad que parece aspirar a instaurar un régimen vertical anti-pluralista en ese país.

Carlos y Víctor Gill, ambos hermanos, prosperaron juntos en Caracas. Su primer rubro fue el bancario. Aunque el primero estudió odontología; tras recibir su título, optó por amasar fortunas en vez de cemento dental. Crearon el “Central” y también “Fondo Común”, aún vigente, desde donde se conectaron con los agro-negocios. Aquel fue el contacto inaugural con Bolivia. Carlos Gill empezó a asomarse por Santa Cruz para asesorar los monocultivos, acopiar grano o acomodar créditos. Y fue en la ciudad de los anillos que Gill cometió el error de aceptar ser entrevistado por Carlos Valverde en diciembre de 2019. Allí extendió una de sus manos y remarcó que los negocios que tiene en Bolivia son solo cinco como esos dedos: Ferrocarriles del Oriente, la red andina de trenes, el diario “La Razón” (además de “Extra”) y las representaciones en Bolivia de la empresa austriaca Doppelmayr y de la multinacional francesa Thales.

La noche de la memorable entrevista cruceña, Gill era ya un magnate hecho y derecho. Presumió tener bajo su mando a 22 mil empleados en Argentina, Bolivia, República Dominicana, Paraguay y Venezuela. Cinco, siempre cinco.

Luego con voz contenida, dijo no tener una firma off shore. Se refería a las empresas que proliferan como burbujas en el jabón dentro de los paraísos fiscales del mundo. Mintió también al afirmar que nunca se mete en política y que su hobby es trabajar. ¿Por qué compró un medio?, quiso saber Valverde. Entonces él recordó que su esposa es periodista y que fue directora de “El Nacional”. Parece que lo segundo también es falso. El periódico caraqueño solo conoce un dueño e inspirador: Miguel Otero Silva y su familia desde 1943.

Gill respondió que lo único que le interesaba de “La Razón” eran sus bienes raíces: un terreno en la avenida Banzer de Santa Cruz, el complejo de edificios de Auquisamaña, edificado sobre 12 mil metros, y la antigua casa de Miraflores, todo esto último en La Paz. Quizás por eso, porque ni la rotativa ni los titulares lo emocionan, confió a ciegas primero en Edwin Herrera, un año, y después y hacia adelante, en Claudia Benavente, a la que empezó a conocer un poco mejor con diez años de retraso, cuando las denuncias en su contra se hicieron múltiples. Entonces Gill se puso a leer sobre lo que había hecho, o mandado a hacer, en el paisaje periodístico boliviano.

Con Valverde, Gill dejó escapar algunas cifras, hoy neurálgicas. Dijo que “La Razón” había facturado 135 millones de bolivianos por publicidad el año 2016. Luego el monto habría ido en descenso. En 2017, habrían sido 98 millones, en 2018, 85 millones y en 2019, 51.385.000 de bolivianos. Se calcula que el diario gastaba 42 millones de bolivianos cada año para solventar su sobrecargada planta de 300 empleados. Sumando y restando, el superávit iba en declive, pero siempre quedó claro que se trataba de una empresa muy rentable. Según sus cifras, en el peor de los años, 2019 (uno electoral), logró 9 millones de bolivianos de excedente.

Claro, en ese mes, diciembre de 2019, Gill no hablaba de crisis. Incluso le prometió a Valverde que regresaría en enero de 2020 para una nueva entrevista. Quizás prefería recordar por entonces la espléndida boda de Gabriela, su hija, en “Casa de Campo”, el resort con inmensas canchas de golf y playa exclusiva, situado en la República Dominicana. Allá en La Romana tiene una de sus residencias.

Mientras Gill repasa en Miami las fotos de la fastuosa boda de Gaby y Carlitos en “Casa de Campo”, 140 exempleados de “La Razón” se disponen a pelear por sus finiquitos. La mujer en la que confió ciegamente el diario decidió echarlos a la calle el primer día de julio y sin desahucio. Para ello usó la excusa perfecta: el COVID-19.

Benavente sufre hoy un serio problema de reputación. La periodista Mabel Franco ha escrito que Claudia pasará a la memoria del periodismo como “la peor directora” del medio. Es verdad. Tirar a la quiebra una empresa con semejante caudal de ingresos es una auténtica proeza.

Los trabajadores de “La Razón” opinan que al menos 3 millones de bolivianos fueron a dar a un galpón diseñado en 2013 para albergar a 120 trabajadores. En la primera semana de uso, las paredes mostraban grietas. La construcción se hizo en tres tiempos y con sobreprecio. Hizo falta volver a convocar albañiles cuando se dieron cuenta de que faltaban baños y aire acondicionado. Así, un diario que ya tenía las mejores instalaciones del país, terminó duplicando a lo loco sus metros edificados. Los autores de este desastre son los gerentes nombrados por Benavente: su ex cuñado Pablo Rossell y Armando Ortuño, carentes de experiencia empresarial, pero no de vínculos directos con la Vicepresidencia del país. Rossell es la culminación del cinismo, Ortuño, la del disimulo. El primero no solo trabajó con García Linera, sino también en ministerios y empresas estatales como ENTEL, pero se atrevió incluso a ejercer como vocero de programa económico del MAS durante las fallidas elecciones de 2019. ¿Alguien lo presentó ante los otros partidos como exgerente de “La Razón”?

No deja de sorprender que Gill, dueño de una empresa constructora a la que él sitúa entre las cinco mejores del país (Cottiene), no se haya encargado del galpón rajado. ¿Habrá sido éste producto de la absoluta autonomía de la que gozó Benavente para mandar sobre el destino del diario?

Vayamos ahora a lo urgente. Unos 140 trabajadores están despedidos en La Paz. ¿Habida cuenta de que en Bolivia, en 10 años, Gill cosechó casi 200 millones de dólares, no podrá en estos días firmar un cheque para pagar las liquidaciones a sus empleados sin desahucio, acatando las leyes de un país que tanto le ha dado?

A primera vista parece simple, pero quizás hay algo que aún no sabemos.


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