Aarón Elías Castro Pulgar señala que no existe una fórmula mágica para convertir a alguien en un líder consumado. Los buenos directivos generalmente se forman a lo largo del tiempo, a partir del ejercicio sistemático de buenos hábitos y rutinas, y como resultado de la experiencia acumulada de su rol y de sus relaciones.
Una de las vías más prometedoras para convertirse en un mejor directivo es practicar las virtudes gerenciales, esos buenos hábitos operativos que se logran a través del ejercicio constante, tal y como se desarrollan los músculos con un entrenamiento sostenido.
Las virtudes no son innatas sino adquiridas. Sin embargo, algunas personas argumentan que no es posible aprender o desarrollar rasgos básicos de carácter más allá de cierta edad. Este punto de vista se basa en anticuadas teorías freudianas según las cuales las características básicas de la personalidad se adquieren y fijan antes de llegar a la adolescencia.
Hoy por hoy, un número creciente de teóricos de la educación y psicólogos cognitivos contemporáneos aceptan que muchas habilidades y rasgos de carácter se pueden aprender y desarrollar en la madurez con la práctica necesaria, explica el motivador Aarón Castro Pulgar.
En las escuelas de negocios se trabaja con la premisa de que los directivos no solo pueden actualizar su conocimiento de las últimas herramientas gerenciales, sino también perfeccionar sus habilidades y moldear su personalidad, con suerte para mejor, a través de la educación, la práctica y la socialización.
Estamos saliendo de la pandemia y reanudando la normalidad: es un momento ideal para tomarse un tiempo de reflexión y autodiagnóstico y determinar cómo nutrirse y progresar en la práctica de las virtudes del liderazgo. Ofrezco aquí algunas ideas que podrían ser útiles:
1- La lista de virtudes del liderazgo es grande y diversa. Las virtudes más apropiadas para practicar dependen de las aspiraciones particulares y de cómo coinciden con las responsabilidades de gestión o los valores de la empresa. Algunas de las aptitudes tradicionalmente asociadas con la gestión son: sabiduría, resiliencia, coraje, templanza, justicia (equidad) y sociabilidad.
2- Poner el foco en la práctica de aquellas virtudes en las que se es fuerte. Tradicionalmente, uno de los objetivos de la educación era corregir las desviaciones del comportamiento estándar: superar las debilidades personales, enseñar a los zurdos a escribir con la mano derecha… Afortunadamente, los educadores modernos han evolucionado y respetan y valoran la diversidad intrínseca individual.
En este sentido, una de las contribuciones más interesantes de la psicología positiva es mostrar que es más productivo, satisfactorio y potencialmente exitoso reforzar las propias fortalezas que tratar de fortalecer las propias debilidades.
3- Registrar la evolución personal en la práctica de las virtudes directivas. A veces, escribir un diario o llevar un registro de la evolución personal puede ser útil y servir de refuerzo. El sincero relato de Benjamin Franklin sobre su progreso en las que para él eran las trece virtudes básicas, junto con un cuadro de evaluación, es un ejemplo muy vívido de este esfuerzo.
4- Tener en cuenta que el objetivo principal de practicar las virtudes directivas es convertirse en una mejor persona, no solo en un técnico gerencial perfeccionado. Convertirse en un gerente virtuoso es una cuestión de práctica.
La filósofa británica Philippa Foot fue una de los exponentes contemporáneas de la ética de la virtud, que se centra en el carácter del individuo y la forma en que la personalidad se refleja en sus acciones y decisiones.
Es diferente del consecuencialismo, que sostiene que el resultado o las consecuencias de una acción en particular determinan si es moralmente aceptable o no. También de la deontología, que sostiene que la rectitud o incorrección de un acto están determinadas por su naturaleza y su adhesión y consistencia con ciertos principios o normas.
En la práctica, la diferencia entre estos tres modelos alternativos de moralidad está en cómo se abordan los problemas, la forma en que se llega o se justifica una decisión, y no necesariamente la decisión final a la que se llega, en la que todos podrían coincidir.
Por ejemplo, un consecuencialista podría argumentar que robar está mal debido a las consecuencias negativas que resultan de ello. Un deontólogo podría argumentar que el robo siempre está mal, independientemente de cualquier bien potencial que pueda derivarse de él.
Sin embargo, los defensores de la ética de la virtud explicarían que un robo proviene de un comportamiento inmoral, contrario a la práctica de la virtud de la justicia, que exige respeto por la propiedad de los demás. Tres caminos distintos para llegar a una misma conclusión.
La ética de la virtud, que tiene sus orígenes en los escritos de Platón y Aristóteles, fue el modelo predominante en el mundo antiguo y medieval. Enfatiza el carácter del individuo, de su conciencia y voluntad, en lugar de abordar las reglas o las consecuencias de sus decisiones, concluye Aarón Castro Pulgar.
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