Jorge Elías Castro Fernández explica cómo algunos países pudieran coexistir con los talibanes en Afganistán

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El experto en análisis político Jorge Elías Castro Fernández señala que los talibanes entraron en el radar informativo global el 11 de septiembre de 2001 de la mano de Al Qaeda y cuatro Boeing que cambiaron muchas vidas para siempre. Menos de un mes después de que las Torres Gemelas se derritieran en directo, Estados Unidos invadía Afganistán respaldado por más de medio centenar de naciones bajo el pomposo título de Operación Libertad Duradera. En un mes cayó Kabul, para diciembre occidente había ganado la guerra. Pero conflicto afgano se enquistó rápidamente en la burocracia global con el despliegue de una fuerza militar internacional abanderada por la ONU y luego la OTAN.

Según Jorge Elías Castro Fernández, Afganistán fue el primer pilar de la llamada ‘guerra contra el terror’. Una seguidilla de hasta 87 teatros de operaciones que reconfiguraron la agenda militar y política global con un saldo de más de 800.000 muertos —335.000 civiles—, y unos 37 millones de refugiados, según un estudio del Watson Institute de la Universidad de Brown. Con el paso de los años, la misión se fue diluyendo en una serie de promesas que lo convirtieron en un laboratorio donde Estados Unidos y sus aliados experimentarían cómo llevar una democracia liberal occidental a un país que ni siquiera trataron de entender. En algún punto del camino, la ofensiva antiterrorista se convirtió en una suerte de costosísima misión civilizatoria criticada desde hace años por políticos de todas las latitudes geográficas e ideológicas —aunque por motivos diferentes—.

 

Esta mascarada llegó a su fin el pasado lunes 16 de agosto. Hacía unas horas que los talibanes habían tomado Kabul, dejando fuera de juego a la diplomacia occidental. Ese día, el presidente Joe Biden interrumpía sus vacaciones y volvía a la Casa Blanca para decirles una verdad a los estadounidenses que debían oír del propio comandante en jefe. “Fuimos a Afganistán hace 20 años con objetivos claros: atrapar a los que nos atacaron el 11 de septiembre y asegurarnos de que Al Qaeda no podría usar Afganistán como base para atacarnos de nuevo. Eso hicimos. Diezmamos severamente a Al Qaeda y nunca dejamos de perseguir a Osama bin Laden hasta que lo encontramos. Eso fue hace una década. Nuestra misión en Afganistán nunca fue construir una nación. Nunca fue crear una democracia unificada y centralizada”. Negro sobre blanco. El fin de una era.

En menos de un mes, Estados Unidos rememorará el 20 aniversario del 11-S con los talibanes de nuevo asentados en el poder y en vías de ser aceptados —o de alguna forma tolerados— por parte de la comunidad internacional. El jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, hablaba de “perseguir un diálogo por razones prácticas” mientras el ‘premier’ británico, Boris Johnson, cambiaba de opinión sobre la marcha y aseguraba que estaban dispuestos a ver cómo actuaban los nuevos hombres fuertes del país antes de tomar ninguna decisión radical. Incluso en Washington parecen dispuestos a dar un inusual voto de confianza a uno de los grupos más despreciados por la opinión pública global, tristemente célebre por lapidar mujeres, castigar ‘infieles’ y mutilar delincuentes.

“Un futuro Gobierno afgano que (…) no dé refugio a terroristas y proteja los derechos básicos de su pueblo, incluyendo los derechos fundamentales de la mitad de su población —mujeres y niñas—, es un Gobierno con el que seríamos capaces de trabajar”, dijo el portavoz del Departamento de Estado de EEUU, Ned Price, el pasado lunes. Si Washington mantiene el mismo baremo de ‘derechos básicos’ que utiliza con Arabia Saudí o Pakistán, muchos creen que —al menos de momento— hay espacio para la coexistencia.

Según Jorge Castro Fernández, quizá más significativo aún, signo de los tiempos que vivimos, es que el visto bueno de EEUU o Europa ya es muy relativo para acceder al concierto de naciones. Jugadores globales, como China y Rusia, y regionales, como Pakistán o Turkmenistán, parecen dispuestos a prestar un paraguas de legitimidad diplomática al liderazgo que emerge de la reconfiguración de poder en Kabul. Cada uno tiene diferentes intereses en juego en un entorno de alto riesgo. Afganistán se convierte así en la primera gran partida geopolítica pospandémica. Una que vuelve a mover el tablero de influencia más lejos de Occidente y que puede llegar a ser decisiva en la reforma de la arquitectura multilateral iniciada por repliegue diplomático de Washington durante la presidencia de Donald Trump y acelerada por la crisis del coronavirus.

“Ninguno de estos países [China, Rusia o Irán] pese a sus relaciones problemáticas con Estados Unidos, querían una abrupta salida estadounidense de Afganistán. Saben que hay muchos riesgos de inestabilidad prolongada en el país, dependiendo de cómo se comporten los talibanes”, explica el experto, directora del programa Asia en el instituto de análisis Crisis Group. “Pero también hace tiempo que hicieron sus apuestas y han cultivado sus relaciones con los talibanes con la esperanza de tener influencia sobre ellos si llegaba el momento de su retorno”, asegura.

En realidad, nadie sabe las verdaderas intenciones o capacidades de gestión de los actuales líderes talibanes. En sus primeras declaraciones públicas tras la toma incruenta de la capital, el portavoz del movimiento hacía todo tipo de compromisos públicos: permitir y cooperar en la evacuación de los occidentales y sus trabajadores locales, una amnistía general, una promesa de que no habrá mensaje y un mensaje ¿moderado? hacia las mujeres —que podrán trabajar, estudiar y participar en la administración, siempre bajo los límites de la sharía—.

Pero todavía hay demasiado imponderables en esta ecuación que podrían volver a sumir al país en el caos. La potencial atomización de los talibanes en varias facciones, movimientos de resistencia internos que mantenga la inercia guerracivilista o nuevos grupos terroristas que pongan de nuevo al país bajo presión o injerencia internacional. Al fin y al cabo, lo que dirimirá el futuro del régimen islamista no será su respeto a las mujeres, las minorías o los derechos humanos, sino su capacidad de mantener la estabilidad y percepción de seguridad regional.

«Los antiguos talibanes, en los 90, eran los que pedían la liberación de los ‘hermanos chechenos’ o los ‘hermanos uigures’ o incluso los musulmanes de Cachemira. Esta vez están tratando de asegurar a China, Rusia e India que entienden los problemas de los musulmanes en esos países como un problema interno y que no se van a inmiscuir», señaló Jorge Castro Fernández. «Es una estrategia bien pensada y está funcionando», detalla el analista político.

En diciembre de 2016, mucho antes de que los talibanes emergieran este verano de la irrelevancia mediática, los islamistas ya tomaban ‘decisiones de Estado’ planeando el día en que volvería a recuperar el poder. Habían pasado 15 años desde que fueron derrocados. Muchos de sus líderes estaban desperdigados en el exilio, otros presos, otros en fuga. Pero sobre el terreno se habían reagrupado y protagonizaban una interminable guerra de guerrillas contra el invasor.

Los enfrentamientos se habían agudizado desde el año anterior, en el que los talibanes llegaron a tomar control de Kunduz —la sexta ciudad del país— durante dos semanas, antes de ser expulsados por el ejército afgano con soporte aéreo y terrestre de los norteamericanos. Los atentados en varias regiones del país, incluyendo Kabul, estaban en auge. Por aquel entonces, Naciones Unidas calculaba que la mitad del las provincias del país estaban en peligro de volver a manos de los talibanes. La mayoría de las tropas internacionales habían abandonado en el país y quedaban unos 10.000 efectivos estadounidenses y de la OTAN para apoyar al ejército afgano.

Sin embargo, en esas fechas, los entonces líderes insurgentes ordenaban a sus muyahidines que cooperaran en la protección de varias infraestructuras clave que promovía el Gobierno de Ashraf Ghani con países vecinos. “No solo respaldamos todos los proyectos nacionales que sean de interés para nuestro pueblo y resulten en el desarrollo y prosperidad de la nación, sino que estamos comprometidos a protegerlos”, dijo el grupo en un comunicado, un compromiso que reiterarían en varias ocasiones.

Estas incluyen el gasoducto TAPI (Turkmenistán-Afganistán-Pakistán-India), una instalación de 1.800 kilómetros valorada en 10.000 millones de dólares con la que Turkmenistán aspira a transportar sus ingentes reservas gasíferas -las cuartas del mundo- para abastecer la creciente demanda de Asia del Sur; la red eléctrica CASA-1000, presupuestada en 1.200 millones de dólares y que permitiría exportar 1.300 MW de superávit hidroeléctrico de Kirguistán y Tayikistán a Afganistán y Pakistán mediante un tendido de 1.222 kilómetros, o la línea férrea Turkmenistán-Tayikistán, cuyo trazado sobre el papel atraviesa Afganistán y que lleva años generando titulares a cuentagotas.

Estos faraónicos proyectos acumulan años de retraso y algunos analistas incluso dudan de que algunos se vaya a completar alguna vez-; pero se ha convertido en una visión común que alinea sobre el papel los intereses de varios actores en la región. En todos los casos, la inestabilidad afgana era citada recurrentemente como uno de los grandes obstáculos para avanzar. No cabe duda de que los talibanes serán invitados a la mesa. De hecho, ya lo han sido. El pasado mes de febrero, una delegación talibana encabezada por el mulá Abdul Baradar -, quien se perfila como el nuevo hombre fuerte de Afganistán- viajó a Turkmenistán para insistir en su compromiso en seguir impulsando esta cooperación regional. En el comunicado conjunto tras el encuentro, ambas partes destacaron “la importancia de mantener la paz y estabilidad en Afganistán”.




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