Por GONZALO GUILLÉN
En Memoria de Germán Castro Caycedo
El estreno del documental Un periodista en las trincheras no llega en un momento cualquiera. En una época de redacciones diezmadas, periodistas convertidos en sirvientes de sus fuentes, en “influencers” y embriagados con algoritmos que premian la complacencia, el testimonio fílmico sobre la vida de Seymour M. Hersh, de 88 años, se erige como un monumento a este oficio que consiste en poner a sonar el despertador cuando nadie quiere levantarse. Ver la trayectoria de Hersh es asistir a una clase magistral de lo que significa, en su estado más puro y salvaje, el oficio de informar.
Seymour M. Hersh es un soberbio periodista de investigación estadounidense, célebre por destapar algunos de los abusos más graves del poder militar y político de Estados Unidos. Alcanzó reconocimiento internacional al revelar en 1969 la masacre en la aldea de My Lai, en el centro de Vietnam, trabajo por el que recibió el Premio Pulitzer y consolidó su reputación con investigaciones posteriores sobre Abu Ghraib, operaciones encubiertas de la CIA y decisiones genocidas de seguridad nacional durante distintas administraciones. Colaborador habitual de The New Yorker, su trabajo se caracteriza por el uso de fuentes confidenciales, un estilo sobrio y una insistencia radical en el escrutinio del poder, lo que lo ha convertido en una figura tan influyente como polémica del periodismo contemporáneo.
Un periodista en las trincheras, dirigida con una precisión milimétrica por Laura Poitras, muestra la imagen de un hombre que nunca entendió de jerarquías si estas servían de escudo para la ignominia. Hersh no es un periodista reducido a un salón ni pegado a un micrófono; es un rastreador de cloacas. Desde que en 1969 revelara la masacre de My Lai en Vietnam, Hersh estableció un estándar que hoy parece de ciencia ficción: la verdad no es algo que se recibe mediante un comunicado de prensa o una filtración telefónica para correr a armar un escándalo, es algo que él arranca de las manos de todos los que tienen el poder de ocultarla.
Lo que el filme elogia —y lo que nosotros debemos celebrar— no es su capacidad para conseguir la primicia con el objeto de volar a armar un bochinche, sino su soledad moral admirable. Hersh ha sido atacado por gobiernos de todos los signos, pero su brújula nunca ha dejado de apuntar hacia el mismo norte: el escrutinio absoluto del poder.
El documental acierta al mostrar que el fuego de Hersh no se ha apagado con los años. Uno de los pasajes más electrizantes es su abordaje de la geopolítica actual, específicamente su controvertida investigación sobre el sabotaje del gasoducto Nord Stream. Mientras la prensa internacional se limitaba a reproducir las versiones oficiales, Hersh volvió a su vieja trinchera: fuentes anónimas en los servicios de inteligencia y una lógica implacable. Su tesis, que apunta a una operación encubierta de Estados Unidos y Noruega, volvió a iluminar el tablero de advertencias en Washington. No importa si el establishment intenta desacreditarlo llamándolo “conspiranoico”; el documental nos recuerda que ya le dijeron lo mismo cuando denunció el programa nuclear secreto de Israel o las torturas en Abu Ghraib, y el tiempo, casi siempre, terminó dándole la razón.
Quizás el punto más fuerte de la película es el contraste implícito con el periodismo actual. Mientras hoy se busca la validación rápida y dudosa en redes sociales, Hersh representa la paciencia del asedio. Él no busca eso que llaman un «clic»; busca la prueba para examinarla punto por punto.
La infancia y adolescencia de Seymour M. Hersh —cuenta él— estuvieron marcadas por un origen modesto, urbano y más bien triste. Nació en Chicago en 1937 y creció en el lado sur de la ciudad, en el seno de una familia judía de clase trabajadora que tenía una pequeña lavandería de ropas. Desde joven conoció de cerca el esfuerzo cotidiano, la disciplina del trabajo manual y una desconfianza natural hacia la autoridad, rasgos que más tarde influirían en su carácter profesional.
Estudió Historia en la University of Chicago, y allí tampoco fue sobresaliente. Esa combinación de orígenes humildes, mirada crítica y falta de reverencia por el poder terminaría siendo decisiva en el periodista que, años después, se especializaría en incomodar al Estado y a las fuerzas armadas con revelaciones que otros conocían y no se atrevían a publicar.
En el documental vemos a un hombre que todavía usa el teléfono como un arma, que se reúne en amanecederos oscuros y que entiende que el periodismo de investigación requiere tiempo, suelas gastadas y, sobre todo, una piel muy gruesa.
Su periodismo no busca el consenso, busca la colisión. Es un fósforo lanzado deliberadamente a un depósito de gasolina que obliga a los ciudadanos a despertar del letargo de la propaganda.
Elogiar a Seymour Hersh a través de este documental es, en última instancia, un acto de fe en una profesión que se pudre. La película nos recuerda que las grandes democracias no mueren por falta de votos, sino por exceso de secretos. Hersh ha sido el guardián de esos secretos, no para custodiarlos, sino para dinamitarlos.
Un periodista en las trincheras es un recordatorio necesario de que el periodismo, cuando es real, duele. En un mundo saturado de ruido, la voz rasgada de Hersh y su mirada obsesiva siguen siendo el mejor antídoto contra la tiranía del silencio. Al apagar la pantalla, queda una certeza absoluta: sin tipos como Sy Hersh, el mundo sería un lugar mucho más oscuro, y las sociedades, hordas de ciudadanos mucho más ciegos.
En última instancia, el valor de Un periodista en las trincheras no reside en la nostalgia de un pasado glorioso, sino en el dolor de un periodismo en el presente huérfano de referentes. Hersh nos enseña que el periodismo no es una carrera de popularidad, mucho menos un negocio, sino un ejercicio de supervivencia ética. Al final del documental, queda la sensación de que él es el último guerrero de una estirpe que no pedía permiso para preguntar y que no pedía perdón por publicar. Su legado es un desafío directo a las nuevas generaciones: la trinchera sigue ahí, abierta y peligrosa, esperando a quien tenga el valor de saltar a ella sin más escudo que una libreta, el lápiz y la terca convicción de que nadie tiene derecho a ocultarnos la historia. Porque mientras haya un Hersh encendiendo luces, el poder nunca podrá dormir tranquilo en la oscuridad.

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