Nacho Cardero publica “Aquello que dábamos por bueno”, un emotivo ensayo sobre los sucesos contemporáneos que han cambiado nuestro mundo

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Un ensayo emotivo titulado «Aquello que dábamos por bueno», escrito por Nacho Cardero, director de El Confidencial, relata una serie de eventos impactantes que han ocurrido recientemente. La narrativa abarca una pandemia mortal que ha abrumado a los sistemas de atención médica y una guerra que ha desencadenado una crisis energética y desatado una inflación incontrolable. Entre las historias destacadas se encuentra la tragedia de un padre que fallece por COVID-19 al no recibir la vacuna, a pesar de pertenecer a un grupo de alto riesgo. Además, se destaca el nacimiento de una hija durante la tormenta Filomena. Estos sucesos personales se entrelazan con asuntos políticos, económicos, sociales, periodísticos y éticos, ilustrando cómo lo microcosmos puede explicar y humanizar lo macrocosmos. En este artículo, presentamos uno de los capítulos de este libro conmovedor:

* * *

«Señor, gracias por haber venido». Recibo a Felipe VI en el vestíbulo Nouvel del Museo Reina Sofía. Al estrecharle la mano me asoman los gemelos de padre por la manga de la chaqueta. Le acompañan la presidenta de la Comunidad de Madrid, el alcalde de la capital y la portavoz del Gobierno. Fecha: 27 de septiembre de 2022. Motivo: celebración de la quinta edición de los Premios Influyentes.

En la audiencia privada en su despacho de Zarzuela, dos meses antes, el rey me mostró ufano los diarios de papel desplegados en abanico sobre la mesa, que vigilaba con el mismo celo que Jorge de Burgos custodiaba la Poética de Aristóteles. Le comenté que ya no había distingos entre unos periódicos y otros, que hoy se es digital o no se es, y que la forma de confeccionar y distribuir la prensa podía haber cambiado, pero no la esencia de la misma, lo que a mí me resultaba obvio, aunque entiendo que no lo sea para otras personas que se mueven en otros ámbitos y escuchan otros entornos. Aproveché la digresión mediática para pedirle que presidiera nuestros premios, los de un medio nativo digital.

La invitación, pude comprobar, le hizo removerse en la silla. Traté de convencerlo sacando a relucir algunos puntos de encuentro y haciéndole ver que, salvando las lógicas distancias, unos y otros habíamos desempeñado nuestra labor con criterios profesionales y modos más acordes a los tiempos actuales, lo que, a su vez, había generado incomodidad en determinados círculos y una corriente tendente a deslegitimarnos.

A pesar de mi reflexión, o precisamente por ella, se le veía reacio. Las suspicacias del rey tenían su razón de ser, pues nunca antes había presidido un acto de la prensa digital y mucho menos de El Confidencial, uno de los medios que más profusamente había investigado el patrimonio oculto de su padre, hecho que estuvo a punto de llevar a don Juan Carlos al banquillo de los acusados. Confirmó su asistencia a escasos días de los premios. El gesto fue interpretado como un reconocimiento a nuestra labor profesional en un momento en el que el diario estaba siendo acosado financiera y judicialmente por grandes corporaciones con el fin de acallarlo, circunstancia que, por otra parte, tampoco resultaba ninguna novedad.

«Los medios de comunicación son una parte consustancial de la democracia y se deben a ella para defenderla, mucho más allá que con la publicación y divulgación de noticias, por relevantes que estas sean», pronuncia Felipe VI en su discurso. Son herramientas «imprescindibles para comprender, descifrar y abordar mejor» las transformaciones sociales, y constituyen «un espacio público en el que tienen la gran responsabilidad de fomentar y difundir los valores democráticos, los principios éticos y el pluralismo de las ideas». Esta responsabilidad es mayor, si cabe, en una «época inestable» como la que nos ha tocado vivir en esta primera mitad del siglo XXI.

Los premios se celebran a las pocas horas de conocerse la dimisión inducida del presidente de Radio Televisión Española por no plegarse a las consignas del Gobierno. Le habían llamado en tres ocasiones a Moncloa para sugerirle que diera un giro a la línea editorial del ente, demasiado permisiva con el partido de la oposición, o que dejara su puesto. Optó por la segunda de las opciones. Me viene a la cabeza la primera enmienda norteamericana. También las denuncias del profesor Fernández-Villaverde sobre el deterioro acelerado del Estado de derecho, el asalto a las instituciones de un grupo de políticos sin apenas cualificación y la obsesión del presidente del Gobierno por designar a los gerifaltes de RTVE y poner y quitar directores de periódico, antes incluso que abordar las crisis económicas.

El Confidencial tuvo conocimiento de las maniobras de Moncloa y se puso en contacto con el Ejecutivo para confirmarlas. El Gobierno negó las reuniones y puntualizó que eran «muy escrupulosos» con la independencia de la televisión pública. En la mesa de redacción discutimos si sacar la noticia y, en caso de seguir adelante, ver cómo hacerlo, pues algunos creían preferible olvidarnos habida cuenta del desmentido oficial. Es el Ejecutivo, decían, y el Ejecutivo no puede engañar tan burdamente y mucho menos a la prensa. Son normas no escritas sobre las que se sustenta la buena salud democrática de un país. Finalmente, no sin las reticencias de algunos compañeros, publicamos. Una semana después se confirmaba la noticia. ¿La verdad? ¿Qué es la verdad?

Los medios de comunicación del siglo XXI formamos parte de la revolución tecnológica, que supera a cualquier otra revolución, incluidas las dos industriales, por la velocidad de la misma y por la transformación radical que supone. Se trata de una revolución que va más allá del mero cambio en los modos de producción. Desde la telefonía 5G a la inteligencia artificial, jamás hemos dispuesto de instrumentos tan innovadores para llegar a una audiencia masiva como la que está actualmente a nuestro alcance. Nuestra misión no consiste en cruzar de una era a otra como el que salta un charco, sino hacer de puente entre ambos mundos.

Hemos pasado por la Vulgata, la iconografía en las puertas de las catedrales, la imprenta de tipos móviles, la prensa escrita, la radio y la televisión, entre otros, hasta llegar a Internet. Una revolución comunicativa de la que somos hijos, una época en la que la verdad se muestra cercana porque llega antes, pero que, en puridad, está lejos porque peca de demasiado flexible y poco duradera. La propaganda. La sobreabundancia. La realidad aumentada. El acceso inmediato. Antes, las historias duraban siglos. Ahora, la caída de Troya cabe en veinte segundos de Instagram. Un mundo vaporoso, una comunicación inmaterial, un medio que navega entre dos aguas, un trabajo que debe conciliar el olfato de los viejos periodistas con las consignas del responsable del SEO, que te dice cómo titular e incluso escribir para posicionar en los buscadores de Internet.

Mi discurso en los premios es breve por cuestión de protocolo. Solo dos minutos, ciento veinte palabras por minuto. Sobran caracteres:

«Majestad, autoridades, premiados, señoras y señores […]. Quiero dar las gracias a cada una de las más de doscientas personas que trabajan en El Confidencial, desde el editor hasta quien apaga la luz de la redacción pocas horas antes de la exclusiva del día siguiente. Gracias. Sin vosotros, el sueño no hubiera sido posible.

Si el ejercicio de la profesión periodística resulta imprescindible para la salud democrática de un país, más lo es en estos tiempos de zozobra, en los que el mundo, en palabras del secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, está en peligro y paralizado, y cuando se cuestionan los valores inherentes a las democracias liberales. La edad de la escasez ha comenzado, pero, antes de la escasez, se marcharon las certidumbres. De ahí la importancia de los valores. Aunque nadie puede predecir cuál será la próxima noticia que tendremos que contar, los valores sí nos permiten anticipar la manera en que vamos a encarar el próximo reto, la próxima historia. Marcan el norte de nuestro desempeño y constituyen la cultura de toda organización que persiga el liderazgo.

Los valores son el molde que forma la personalidad de nuestros equipos. Es lo que nos distingue y da fuerza cuando hay cansancio o dudas, cuando se levantan las barreras o la creatividad parece agotada. Los valores no te hacen célebre. Te hacen influyente. Te hacen líder. Sin valores no hay valentía, solo temeridad o irracionalidad. Sin valores no hay excelencia y, desde luego, no se puede evolucionar. Los valores son el código ético que nos permite aspirar a más.

Dicen que ha habido tiempos más difíciles. Dicen que ya no nos acordamos de ellos porque somos demasiado jóvenes. Es posible, pero este es nuestro tiempo y somos responsables del mismo«.

Los periodistas nunca hemos estado bien vistos. En el ranking de profesiones mejor valoradas nos encontramos en la misma posición que los abogados, es decir, en el último puesto, lo que resulta significativo. Ya se lo decía Walter Burns a Peggy Grant en Primera plana: «Cásese con un enterrador, con un pistolero, con un jugador tramposo, pero nunca se case con un periodista. No se le pueden borrar las manchas a un leopardo ni enganchar un purasangre a un carro». O esa otra celebérrima frase: «No digas a mi madre que soy periodista, ella piensa que soy pianista en un burdel», que resume en un puñado de palabras las miserias de este bello oficio.

Los periodistas presumimos de tener pocos amigos porque huimos de la complicidad en aras de esa objetividad que se percibe como inalcanzable. Si confraternizas con tu interlocutor, la escritura puede resultar benévola en exceso; si te despierta alguna fobia, te inclinarás por la crítica subliminal o directamente te dejarás arrastrar por la ironía.

Aun así, a pesar de ser conscientes de los peligros de entablar una relación con quien mañana puede ser el protagonista de la noticia, en ocasiones caemos en la tentación y levantamos puentes emocionales arguyendo que somos gente de pelo en pecho, cada cual en su papel, y que la estructura y las pilastras de hormigón resistirán, cuando en puridad sabemos que, más tarde o más temprano, terminarán derrumbándose. Siempre es cuestión de tiempo.

Nos acusan de analizar a la ligera los asuntos más prolijos, incluso aquellos en los que somos legos en la materia, y que nos vendemos por un plato de garbanzos igual que Peter Fallow, el reportero alcohólico de La hoguera de las vanidades, se vendería por un Martini seco. Dicen que, por el hecho de tener un parné de miseria, difícilmente vamos a poder hacer frente a los poderes económicos. Es lo que la CNT llama literal, y en esta ocasión acertadamente, unos «salarios de mierda», dentro de unos «convenios indignos», que no hacen más que perder poder adquisitivo y que no dan para llenar el frigorífico y pagar las facturas de la luz, el gas y el teléfono, y mucho menos para las copas del cierre. Porque la profesión periodística tiene algo de bohemio y otro tanto de canalla. Aquí se llega por vocación, pero también un poco por casualidad después de unos cuantos tropiezos y desengaños.

Los periodistas tenemos mala prensa y nos camuflamos con los más variados ropajes para evitar convertirnos en carne de cañón de la opinión pública. Nos acusan de ser portavoces de tragedias y calamidades cuando más bien deberían calificarnos de escépticos constructivos, personas comprometidas que reconocen la posibilidad del fracaso, pero que se aferran a la consecución del éxito. Nuestra misión consiste en poner en tela de juicio hasta lo evidente, ejerciendo una labor de vigilancia constante sobre la sociedad para que huya de la indolencia y la aceptación sumisa. Nuestro mundo, como nuestras vidas, es arbitrario, frágil, susceptible de verse sacudido por cualquier acontecimiento imprevisible.

Asumir esta incertidumbre se presenta como requisito imprescindible para garantizar un futuro que dista de estar escrito, como pretenden hacernos creer aquellos que confían más en la inteligencia artificial que en la capacidad del hombre, y exige de trabajo, sacrificio, vigilancia constante y capacidad autocrítica, posiblemente más que nunca, pues hemos pecado en extremo de complacientes y nos hemos ganado la animadversión de quienes sentían que los mirábamos por encima del hombro.

La figura de los escépticos constructivos hay que contraponerla a la de los optimistas escatológicos, que no hay que confundir con los optimistas antropológicos o del largo plazo. El escatológico practica el buenismo, que es la actitud de quienes rebajan la gravedad de los conflictos, ceden con benevolencia y actúan con excesiva tolerancia. Estos optimistas tienden a ser demasiado confiados y cortoplacistas, lo que los lleva a cometer errores que quizá no sean vistos como tales en el presente, pero que suelen tener consecuencias más adelante, errores que, según el ensayista Terry Eagleton, son producto de la inacción.

La vida no es una ciencia exacta. El hombre debe ser analizado desde una perspectiva integral, no solo como un número. Que tengamos futuro no equivale a tener porvenir, y si bien hay precedentes que avalan la tesis de un mundo más humano y mejor, como certifican los optimistas antropológicos, pues el progreso, aunque lento y con traspiés, sigue siendo progreso, nadie, pero absolutamente nadie, nos puede asegurar al cien por cien que mañana no haya una crisis más letal que las dos grandes guerras, una catástrofe climática que convierta el planeta en un erial u otra epidemia global capaz de extinguir al ser humano. Nadie puede afirmar tal cosa. Para eso están los escépticos constructivos, para facilitar que los optimistas puedan serlo.

Los escépticos constructivos defienden el derecho de las personas a cuestionar y no olvidar, actitud indispensable en esta primera mitad del siglo XXI, en la que el resto de poderes ha perdido el respeto a la Constitución, y en especial a su artículo 20, y en lugar de ayudar a la subsistencia del ecosistema mediático, como excelsa tradición, no hace más que zancadillearlo. Se pone en solfa el papel de los periodistas con la misma imprudencia que se cuestiona la democracia. Algunos editores se pliegan al nuevo marco por la cuenta de resultados. Las reglas han cambiado.

Pues bien, estos periodistas, esta liga de hombres ordinarios a los que no les llega el dinero a final de mes ni la camisa al cuello, un tanto dispersos, con problemas personales y alguna que otra disfunción, que se quejan de no contar con la estima del público al que se dirigen y muchas veces tampoco con la de sus jefes, este ejército de profesionales, digo, se enfrenta cual llanero solitario a la mayor de las distopías nunca imaginada. Un reto que se mueve entre el poema épico y el blockbuster.

Sin saber muy bien hacia dónde nos dirigimos, tenemos la obligación de contar, explicar y decodificar escenarios que no pudimos imaginar y que torpedean las bases mismas de lo que pensábamos garantizado. Los cuatro jinetes del Apocalipsis que surgen al abrir los cuatro sellos del pergamino, alegorías de la gloria, la guerra, el hambre y la muerte. El aeropuerto vacío de Heathrow. Las calles fantasmagóricas de Madrid. Una atmósfera pastosa y enfermiza. El aletear de las golondrinas durante el confinamiento. La posibilidad real de que Rusia hackee las elecciones de Estados Unidos. Un golpe de Estado en el Capitolio por un señor con cuernos de búfalo. Trasplantes de órganos de cerdo en seres humanos. Inflación de doble dígito en el mundo civilizado. Los herederos del fascismo celebrando la victoria solo setenta y siete años y un día después del estreno de Roma, ciudad abierta. La guerra de Ucrania, aquí, justo al lado, en el continente que más sangre ha vertido en la historia de la humanidad. La simple posibilidad del invierno nuclear. La permacrisis, la sensación de estar viviendo en una crisis permanente. Con textos volátiles que vamos encadenando y generan una sensación de falta de control. Un mundo cargado de kriptonita que nos desnuda de superpoderes.

Nos pasamos las horas poniéndole letra a la distopía. El indicador económico de referencia ya no es el PIB, ni la prima de riesgo, ni siquiera ese IPC que está devorando el bolsillo de una clase aspiracional menguante. El nuevo indicador de referencia es la leña. Su precio, disparado como consecuencia directa de los problemas con la cadena de suministro y las tensiones geopolíticas, se ha convertido en el mejor termómetro para entender lo que está ocurriendo en Europa ante la escasez de gas para el invierno y la falta de alternativas que sirvan para compensar la merma. Se trata, básicamente, de leña, pellets, muebles y similares susceptibles de ser quemados para calentarse.

El escenario se antoja dantesco, primitivo. John Letzing, editor y especialista en inteligencia económica del Foro de Davos —ya saben, esa pequeña localidad nevada donde se reúnen los oligarcas para repartirse el planeta y presumir de filantropía—, alerta de que los precios de la leña en Alemania se han duplicado en un año; en Bulgaria han prohibido exportar madera a Estados que no sean de la Unión Europea (UE) por los nubarrones que se ciernen sobre el continente; en Polonia se comenta con sarcasmo que ya sale más rentable destrozar a hachazos el Biedermeier de la abuela que salir al mercado en busca de combustible. Disfrutamos de mundos hedonistas con gafas de realidad aumentada, mientras en el mundo real se nos forman carámbanos en la punta de la nariz.

La leña como solución para independizarse energéticamente de Putin. En distintas ciudades europeas convocan manifestaciones para protestar por el creciente uso de la madera como energía y por la tala indiscriminada de árboles. Gritos, pancartas, se encadenan a los pinos. Crece el interés por productos térmicos como la ropa de abrigo o las mantas. Lo mismo ocurre con los edredones y las bolsas de agua. Cualquier fórmula antes que encender la calefacción y empezar a quemar dinero.

En el podio de lo inverosímil se encuentra el papel higiénico. Su precio alcanza guarismos desorbitados. ¿Se acuerdan de esas imágenes imposibles de ciudadanos haciendo acopio de rollos en los carritos de supermercados durante la pandemia? Ya no se antojan tan descabelladas. Lo mismo sucede con el sector del motor. Los vehículos nuevos no llegan al mercado por falta de microchips y los de segunda mano se convierten en objetos de lujo. Internet se inunda de anuncios de compañías que se ofrecen a comprar coches. Los traperos de las piezas de repuesto se convierten en los nuevos agentes de cambio y bolsa.

Un escenario indigno para la tecnoutopía dominante. Un mundo cada vez más moderno y competitivo, pero también más fracturado, desigual e incapaz de resolver los problemas que lo están devorando, como describe António Guterres en su catastrófico, pero verosímil, discurso ante los líderes de la Asamblea General de la ONU:

«La confianza se está desmoronando. Las desigualdades están explotando. Nuestro planeta se está quemando. La gente está sufriendo y los más vulnerables son los que más […]. Unos noventa y cuatro países, hogar de mil seiscientos millones de personas, sobre todo en África, se enfrentan a una tormenta perfecta: las consecuencias económicas y sociales de la pandemia, el aumento de los precios de alimentos y energía, una carga de deuda demoledora, una inflación vertiginosa y falta de acceso a financiación.

Los problemas cada vez son más y de mayor calado y, además, se suceden a una rapidez que impide llegar al fondo de los mismos».

Entre los desafíos, el secretario general de la ONU recuerda los fenómenos climáticos extremos. En Europa, nos enfrentamos a la peor sequía de los últimos quinientos años. La tierra reseca y cuarteada asoma bajo los embalses españoles, lo que lleva a comunidades autónomas y municipios a tener que restringir el uso del agua. Los titulares de la prensa provincial reflejan el mal estado del campo y, por ende, el futuro negro de estas localidades. Por la sequía, pero no solo. La subida de los costes de producción, especialmente los carburantes, lleva tiempo poniendo al sector en una situación extrema. Es la España más allá de la M-30, de la que ese Madrid urbanita y poderoso no se entera o no quiere enterarse; campo abierto, personas que no hablan con el lenguaje de palo de los políticos, personas que cada día que pasa son un poco más pobres. Menor cosecha, precios más altos. Menor cosecha, mayor desigualdad. La edad de la escasez. La clase política se muestra incapaz de ofrecer una solución. Otra crisis económica, las expectativas truncadas, el futuro que no llega, el pasado que vuelve.

En el frente internacional, el populismo sigue gozando de buena salud. Las democracias liberales cotizan a la baja frente a opciones más autoritarias y de índole identitario. Con distintas variantes, el virus ataca Reino Unido, Francia, España, Polonia, Suecia e Italia, entre otros países. Mientras tanto, los politólogos nos animan a mantener la calma. Dicen que no hay mejor antídoto para las opciones más radicales que llegar al Gobierno, que es condición humana, que una vez alcanzan el poder se moderan, que la capacidad para hacer el mal de estas administraciones viene limitada por las directrices de Bruselas. Palabras que naturalizan unas opciones políticas innombrables hasta hace poco. El proceso de blanqueamiento es incesante. Decimos que más pronto que tarde tenía que pasar y cruzamos los brazos. El populismo viene de la mano de la crisis, una productividad paupérrima, una menor renta per cápita, una mayor desigualdad, revueltas y contestación en las calles, y una política fiscal más severa con unos grandes patrimonios que, por regla general, ponen pies en polvorosa cuando ven que van a por ellos.

Se genera una atmósfera propicia para un mayor intervencionismo del Estado. Primero, en el mercado energético. Fijan un límite a los ingresos de las compañías, topan los precios del gas, te dicen cuándo encender la luz y a qué grados poner la calefacción. Se escudan en el frente bélico, la dependencia de Rusia y la falta de reservas. Sugieren, igualmente, intervenir en el mercado de la distribución y limitar el precio de los alimentos básicos. Lo mismo que han hecho con el gas, pero con las cosas del comer.

El Estado pone en el punto de mira a la banca, otro de los sospechosos habituales. Aprueban nuevos impuestos arguyendo unos beneficios desproporcionados de las entidades por la subida fulgurante de los tipos de interés. El Gobierno mandata a Hacienda para que persiga fiscalmente a aquellas empresas españolas que han decidido mudar su sede a otros países. Lo que es malo para los ciudadanos no puede ser bueno para los señores de sombrero de copa y habano. El Ejecutivo propone un tope a la subida de las hipotecas, del que se beneficiarán de manera temporal las familias vulnerables.

Para aplacar el malestar, los Estados europeos aseguran verse obligados a intervenir de hoz y coz en el libre mercado. Nos piden sacrificar parte de nuestra libertad. A grandes males, grandes remedios. Empezaron con la covid-19, después con la invasión de Ucrania, ahora con la escasez energética. Existe la tentación de coger el gusto a la restricción de derechos fundamentales, el riesgo de que nos olvidemos de lo que éramos y nos quedemos moralmente mutilados.

Las políticas intervencionistas dominan Europa, con independencia de la ideología y bajo el argumento de que obedecen a un momento muy concreto. «Estamos al comienzo de algo nuevo, en que la economía irá por aguas más inciertas, pero también va a ser una economía más responsable que antes. Muchas de las medidas son reformas estructurales, que cambian el statu quo de las cosas. Por eso gritan tantos… Estamos sentando las bases de otra forma de concebir la economía», pronuncia Pedro Sánchez en el Senado. Las palabras del presidente español, de perfil socialdemócrata, no solo hay que interpretarlas como una declaración de intenciones que conduzca hacia una economía más humana y menos elitista, que trate de apaciguar las inquietudes de una población a la que le están sustrayendo las esperanzas, sino también, y fundamentalmente, como cuaderno de bitácora para mantenerse en el poder.

En el discurso del estado de la Unión, la presidenta de la Comisión Europea, la conservadora Ursula von der Leyen, entona la misma melodía, censura claramente a aquellos que obtienen beneficios extraordinarios a costa de la guerra y sugiere canalizar estos ingresos hacia los que más lo necesitan: «Nuestra economía social de mercado nos anima a todos a superarnos, pero también nos recuerda nuestra fragilidad como seres humanos. Recompensa el rendimiento y garantiza la protección. Ofrece oportunidades, pero también fija límites». Tanto el uno como la otra son conscientes de que nos adentramos en un nuevo frente, que no será militar, ni comercial, ni digital, sino de principios y valores. Juegan con tanto oportunismo como convicción.

Entretanto, ahí están los periodistas, con su cuaderno en el bolsillo de la gabardina, el lapicero en la oreja, la punta de grafito desgastada, jibarizados por la inteligencia artificial y la dictadura de las grandes plataformas, tomando nota de esa realidad que quieren ocultarnos.

El libro Aquello que dábamos por bueno, editado por Espasa, estará disponible a partir del 18 de octubre.


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