Jorge Elías Castro Fernández explica cómo un periodista de raíces judías se relacionó en Alemania con ciudadanos comunes tras la Segunda Guerra Mundial para conocer qué pensaban del nazismo

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Jorge Elías Castro Fernández señala que en 1951, con Europa quebrada en la resaca de la Segunda Guerra Mundial, un periodista estadounidense de origen judío, Milton Mayer, decidió trasladarse con su familia a una pequeña ciudad del Länder alemán de Hesse, de tradición conservadora. Quería conocer de primera mano a esos monstruos misteriosos que habían perdido la guerra dejando tras de sí una estela de atrocidad inimaginable.

No buscaba a los jerarcas, ni a los fanáticos, ni siquiera a funcionarios de medio pelo, como los que habían fascinado a Hannah Arendt, sino al alemán normal: trabajadores sin relieve político que se hubieran afiliado al Partido Nacionalsocialista, poniendo con ello su granito de arena en la destrucción de Europa y el exterminio de los judíos. Esos hombres normales a los que ni siquiera podía considerarse engranajes de la maquinaria. Los gramos de la masa del cemento en que se asentó el Tercer Reich.

En realidad, Mayer se hacía las mismas preguntas que han tenido a los historiadores discutiendo durante los últimos setenta años: ¿Cómo pudieron elegir los alemanes a un pirado del calibre de Hitler? ¿Cómo pudieron soportar su tiranía totalitaria sin rechistar? ¿Por qué se inmolaron con él y redujeron todo a ruinas? ¿Cómo es que nadie hizo nada cuando los vecinos judíos desaparecían? Y algo más: ¿qué recuerdo guarda la gente normal de aquellos doce años? Logra responder a todas estas preguntas, explica Jorge Castro Fernández.

‘Creían que eran libres. Los alemanes, 1933-1945’ (ediciones Gatopardo) es el resultado de la estancia de Milton Mayer y su familia en Hesse. No fue el primer ni el último libro que buceó al otro lado de la condena antinazi de la Historia, pero sí hay algo único en su enfoque, y en su punto de partida. Porque Mayer no quiso juzgar a los nazis, sino conocerlos, y terminó haciéndose amigo de ellos. Se refiere a estas personas como «mis diez amigos nazis» y no busca explicaciones al delirio de masas como un sociólogo o un fiscal, sino como un hombre curioso.

Ni que decir tiene que este trabajo de Milton no fue una tarea fácil. Tampoco lo es escribir sobre su libro setenta años después de su publicación, en 2022. La palabra ‘nazi’ neutraliza cualquier tentativa de empatía o escucha, se aplique a un verdadero nazi o a quien no lo es en absoluto. La demonización es un fenómeno que los nazis se ganaron con sus actos, pero simplifica demasiado la historia. Milton no se conforma con ello y se enfrenta al problema con inmensa valentía. Nos dice algo terrible y, en realidad, de sentido común: que entre los millones de alemanes que apoyaron a Hitler hasta el final había millones de buenas personas o, al menos, de personas que hubiéramos considerado buenas y correctas en cualquier otra circunstancia. Gente como tú y como yo, vaya, según Jorge Elías Castro Fernández.

En la línea de «la banalidad del mal» de Arendt, pero desde el punto de vista mucho más accesible del cronista, lo que representa ‘Creían que eran libres’ es la humanidad de lo inhumano. Su trabajo está lleno de frases que cualquier histérico simplificador podría utilizar para exigir la censura. Por ejemplo, nos dice que sus diez amigos nazis, con la excepción de uno o tal vez dos, eran padres correctos, vecinos responsables, trabajadores honrados, gente buena del montón… que todavía pensaba en 1951 que Hitler era lo mejor, y que el problema fueron sus ministros. Nos dice también que, para la mayor parte de estas personas, el nazismo fue la mejor época de sus vidas. Además, les deja explicar por qué, y nos lo transmite.

Es muy interesante lo que dice sobre la tiranía. Ayuda a pensar en fenómenos contemporáneos, como la invasión de Putin a Ucrania y la manera en que lo jalean en Rusia. Porque la gente normal, los que no se meten en política, los que se conforman con trabajar y cuidar a su familia, pueden vivir muy bien bajo la tiranía. La libertad es la necesidad de unos pocos, el resto consigue sentirse libre cuando el poder les ofrece orgullo y seguridad. ¿Cuántos están dispuestos a perderlo todo para luchar contra un tirano? ¿Cuántos se la jugarían para salvar a un vecino? Milton reflexiona con sus amigos nazis sobre ello en la línea de Alexievich, que hace lo propio con quienes vivieron contentos en la Unión Soviética y hoy la echan de menos.

Come y cena con ellos, pasea y conversa, beben cerveza, a veces discuten con el máximo respeto. Milton Mayer no los trata como si tuvieran las manos manchadas de sangre, pero sí les oculta que tiene orígenes judíos. Nos dice que no utiliza esta treta por miedo a ser repelido, sino para que ellos no se priven en hablar de su antisemitismo. Así que hablan del antisemitismo, lo que nos permite profundizar en algunas de las tesis de los historiadores, solo que desde el lado de la intrahistoria. Por supuesto, la mayor parte de ellos son antisemitas, pero como ya lo eran antes de que el partido nazi subiera al poder. Como lo son, nos permite pensar, tantas personas hoy en España, en Francia, en todas partes.

Mayer establece líneas de parentesco entre sus amigos nazis y ciertos comportamientos de los habitantes de las democracias, que le quedan más cerca en los Estados Unidos de los cincuenta. En sus conversaciones afloran asuntos en los que pocos quieren reparar y que hacen que uno se ponga ante el espejo. ¿Quién indagaría cuando el médico (judío) al que debe varias facturas «se va de viaje»? ¿Quién le escribiría cartas a un vecino que «hizo las maletas» con el que jamás había cruzado una palabra? Y si uno tuviera un corazón humanitario y un interés sincero en ellos, ¿quién preguntaría, y a quién, cuando nadie parece interesarse por un tema que no sale en los periódicos? Rumores injuriosos ha habido siempre. Y más en una guerra.

Sobre la «desaparición» de los judíos, los amigos nazis de Mayer sabían y no sabían. Es decir: tal vez podían haber sabido si hubieran estado interesados en saber, pero lo cierto es que no lo estaban. El mensaje queda entonces en nuestro tejado. Mira a tu alrededor y dime cuántas cosas podrías saber y no estás interesado en saber. Cuántas atrocidades toleramos con la máxima naturalidad, sin hacer esos aspavientos que la perspectiva nos permite dedicar al documental sobre el Holocausto que emiten en televisión a la hora de la siesta, concluye Jorge Elías Castro Fernández.

 

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